Desde que me acuerdo me gustan las galletitas húmedas y la masa
a medio hacer, un poco cruda. Una vez una señora me escuchó comentárselo a una
amiga y antes de irse me dijo: -ojalá que te mejores, corazón -. Se le cayó como
si se le hubiera desparramado de la boca, por entre los dientes.
Un deseo: habérselo podido explicar en aquel momento, con
siete años más de juventud y mucha menos claridad. Y pensar que esa señora pasaba
por el local para comprarse una remerita con retazos de tela barata y costuras
mal terminadas, pero con una soberbia etiqueta negra y dorada que le colgaba de
un hilo desde el costado de atrás del cuello. Qué buena charla pudiéramos haber
tenido, señora, si hubiera podido explicarle en aquel momento que sostengo una
forma muy interesante de buscar la belleza en la imperfección.
Pero quién lo iba a entender con 20 años. Cuando querías ser
Richard Stallman y Steve Jobs a la vez. Los Beatles y los Stones. Cuando todavía
no podías entender tanto de vos.
En esa época, las galletitas húmedas eran en mi vida un
problema.
Pasemos a un ejemplo que nos permita entender tal epifanía. Que
te gusten las galletitas húmedas es como que te enamores de un loquito con poco
criterio, no de elección, sino de vida.
Él corría carreras, oficialmente
en las pistas, ilegalmente en la calle. Para funcionar, su cerebro pedía a
gritos cachetazos de adrenalina, velocidad crucero a 180 con viento en contra, y
al final, la posibilidad de la muerte. Amaba todo lo que pudiera ponerlo en
peligro. Era el Anticristo de mi conciencia, y yo, mientras dejaba los paquetes
abiertos de galletitas, me aferraba más a él.
Haberlo dejado a tiempo hubiera
sido como comprar una lata con tapa a rosca anti-humedad. En cambio,
conservarlo, era no tomarse la molestia y acostumbrarse al gusto añejo, pero
diferente, de la belleza sin perfección. La belleza, en este caso, era su autoconfianza
de supervivencia.
Prefiero los muebles viejos
resucitados, los sifones no descartables, las lamparitas incandescentes, la
radio a rosca, usar la toca, los pañuelos de tela. Todo lo que el futuro vino a
corregir, para ponerles la tapa y que no se humedezcan más. Y de paso me
acuerdo que me gusta la nostalgia, y me divierten las fotos viejas de lugares
que ya no existen o de gente que no puede explicar más por qué. La sensibilidad
del no tener arreglo, el drama, la fantasía de lo que no es.
Últimamente, me enamoré de una
casa sin placares, sin cocina y sin calefacción. Pero qué pasa. La casa, y esas
galletitas, me gustan tanto-tanto así como son, que tirarlas sería no darse el
gusto de intentarlo. Tachar el aviso en los clasificados, renunciar a esas
noches en la terraza, al living “dirty-dance” y a esa vista de rascacielos,
sería como no comer ese helado porque engorda. Esa casa, no otra, esa casa me
atrapó. Sin amenities, sin portero, sin demasiado a simple vista para dar, sin
ningún tipo de expectativas de sobrevaluación más que algunos problemas de
filtración, fue la única que me hizo creer que ahí me podía quedar. Y sin poder
quejarme de que el frío se sentía peor por la humedad, saqué de mi mochila mi
paquete de oreos abierto, y apoyada en la pared le dije: -así como estás, aquí
me quedo-. Voy a dejar que esto me engorde. Y estoy segura de que, si esa casa hubiera
sido persona, me habría abrazado en los pasillos del séptimo A.