martes, 14 de agosto de 2012

EPIFANÏA



Desde que me acuerdo me gustan las galletitas húmedas y la masa a medio hacer, un poco cruda. Una vez una señora me escuchó comentárselo a una amiga y antes de irse me dijo: -ojalá que te mejores, corazón -. Se le cayó como si se le hubiera desparramado de la boca, por entre los dientes.

Un deseo: habérselo podido explicar en aquel momento, con siete años más de juventud y mucha menos claridad. Y pensar que esa señora pasaba por el local para comprarse una remerita con retazos de tela barata y costuras mal terminadas, pero con una soberbia etiqueta negra y dorada que le colgaba de un hilo desde el costado de atrás del cuello. Qué buena charla pudiéramos haber tenido, señora, si hubiera podido explicarle en aquel momento que sostengo una forma muy interesante de buscar la belleza en la imperfección. 

Pero quién lo iba a entender con 20 años. Cuando querías ser Richard Stallman y Steve Jobs a la vez. Los Beatles y los Stones. Cuando todavía no podías entender tanto de vos.

En esa época, las galletitas húmedas eran en mi vida un problema.

Pasemos a un ejemplo que nos permita entender tal epifanía. Que te gusten las galletitas húmedas es como que te enamores de un loquito con poco criterio, no de elección, sino de vida.

Él corría carreras, oficialmente en las pistas, ilegalmente en la calle. Para funcionar, su cerebro pedía a gritos cachetazos de adrenalina, velocidad crucero a 180 con viento en contra, y al final, la posibilidad de la muerte. Amaba todo lo que pudiera ponerlo en peligro. Era el Anticristo de mi conciencia, y yo, mientras dejaba los paquetes abiertos de galletitas, me aferraba más a él.

Haberlo dejado a tiempo hubiera sido como comprar una lata con tapa a rosca anti-humedad. En cambio, conservarlo, era no tomarse la molestia y acostumbrarse al gusto añejo, pero diferente, de la belleza sin perfección. La belleza, en este caso, era su autoconfianza de supervivencia.

Prefiero los muebles viejos resucitados, los sifones no descartables, las lamparitas incandescentes, la radio a rosca, usar la toca, los pañuelos de tela. Todo lo que el futuro vino a corregir, para ponerles la tapa y que no se humedezcan más. Y de paso me acuerdo que me gusta la nostalgia, y me divierten las fotos viejas de lugares que ya no existen o de gente que no puede explicar más por qué. La sensibilidad del no tener arreglo, el drama, la fantasía de lo que no es.

Últimamente, me enamoré de una casa sin placares, sin cocina y sin calefacción. Pero qué pasa. La casa, y esas galletitas, me gustan tanto-tanto así como son, que tirarlas sería no darse el gusto de intentarlo. Tachar el aviso en los clasificados, renunciar a esas noches en la terraza, al living “dirty-dance” y a esa vista de rascacielos, sería como no comer ese helado porque engorda. Esa casa, no otra, esa casa me atrapó. Sin amenities, sin portero, sin demasiado a simple vista para dar, sin ningún tipo de expectativas de sobrevaluación más que algunos problemas de filtración, fue la única que me hizo creer que ahí me podía quedar. Y sin poder quejarme de que el frío se sentía peor por la humedad, saqué de mi mochila mi paquete de oreos abierto, y apoyada en la pared le dije: -así como estás, aquí me quedo-. Voy a dejar que esto me engorde. Y estoy segura de que, si esa casa hubiera sido persona, me habría abrazado en los pasillos del séptimo A.