jueves, 26 de julio de 2012

De cuando el monoambiente empezó a quedarnos chico


El 25 de enero fue la fecha de inauguración. Me acuerdo que sonaba una canción. 
Era mi cumpleaños, y mucho más que eso. Festejaba el inicio de una nueva era. Mis amigas decidieron decorar el departamento para sorprenderme y ocuparse de todo. Fue el paso previo a que todo dependiera de mí. Una muestra gratis de lo que había dejado. Un sample de compasión.


La movidita había empezado un mediodía en la planta baja de la oficina. Éramos pocos y habíamos devorado el almuerzo. Fueron firmes: -dejá de dar vueltas y preguntá-. Necesitaba que me dieran fuerzas [obligaran] a animarme. Subí a mi escritorio y llamé a mi vieja. No aguantaba volver a casa [-su casa-, casualmente]. Necesitaba irme de devoto. Éramos adultos conviviendo con adultos, cuando antes la ecuación había sido diferente. La respuesta del otro lado me sorprendió. A pesar de algunos peros y muchos por qué, podía mudarme. Uriburu era zona liberada, y yo, su nueva okupa.


Tarde tres meses en llegar. El inquilino anterior se había demorado, y mi ansiedad iba aumentando proporcionalmente a la acumulación de bolsas de easy y carrefour en mi habitación. Llegó el día, abrí la puerta, y ahí estaba. Sola, con mi independencia.


Hubo mucho movimiento al principio. Cada uno ponía de lo suyo. Me gustaba sentir eso, cómo los demás se ocupaban también de sentirlo -su- lugar, su lugar de estar conmigo, de liberarse, o simplemente de paso. Fue sumándose gente. Primero potus, después cactus, el novio y sus bartulitos, Fidel. Hubo que hacer arreglos para que el espacio fuera suficiente. Se agrandó la cama, se achicó el placard, la limpieza empezó a ser un problema, ventilador, aire acondicionado, ¿sillón? No entraba. Nunca fue sillón. Pero si cosas más chicas: pufs, butacas, sillas plegables, alfombras, lámparas de pie. Y un televisor… que mejor olvidar.


Pasó el tiempo. Los domingos en devoto empezaron a sentirse diferentes. Mi habitación cambiaba, ellos también. Primero fue la ropa de verano, después la de invierno, y algunas herramientas que nunca devolví. Uriburu dejó de llamarse así. Fue casi de repente cuando perdió su nombre y se transformó en mi casa. Un día Adriana me preguntó: -¿así que fuiste a tu casa, cuál?-. No entendí la pregunta. La semana siguiente me lo dijo: -por fin ya sabés dónde está tu casa-. Había pasado casi un año de la primer noche en Uriburu. Qué locura.


Con el tiempo se convirtió en mi refugio. Cada pared empezó a hablar de mi vida. A cada persona que entraba le entregaba mi corazón. Ésta es mi casa, ésta es mi vida. El baño no lo cierro para que entre Fidel. El espejo no es para mirarse, sino para darle amplitud al [único] ambiente de la casa. Adoro las pinturas de mi mamá. Cuelgo las toallas mojadas en el perchero porque no encuentro otro lugar mejor. Me acuesto en el costado derecho de la cama, donde está el hueco. No me gusta el aguayo pero si los colores saturados. No tengo fotos, solo las que me regalan. Mi lugar preferido es el escritorio. Nunca me compré una silla cómoda para escribir, ni pinté la pared manchada por el aire acondicionado. Mi baño es tan chico como el espacio que dedico a la cocina. Entre mis objetos preferidos, mi ventilador y mi lámpara de pie. Nunca compré un destapador. Podés hacer lo que quieras, lo que se rompe se rompe, y lo que se ensucia, lo lavamos.










Un día de este año eran las seis y tenía que volver. Pasó algo raro. No quería llegar. Y no era verano [ni oportuna la excusa de que el calor te da ganas de andar por ahí, hasta lo que dé]. Volví caminando con mis auriculares puestos y Charly de fondo. Ayacucho, Junin, Uriburu. Había llegado, y con las llaves girando, una sensación rara.


Me senté con Fidel en la cama y nos abrazamos. Nos sacamos algunas fotos para distraernos. La cama nos había quedado grande de nuevo, y preferíamos el espacio libre que nos dejaba el sommiercito angosto de una plaza y media destartalado de la primera vez. ¿Qué pasa Firu, que nos queremos ir?-.


 




A veces hace falta que pase el tiempo para darte cuenta de lo que en silencio te pasa por dentro. O de lo te pasa afuera y la sangre tarda en informar al cerebro despertándote para lo que está por venir. O lo que ya vino, arrasó, y se está yendo. Y vos te quedaste ahí, mirando alrededor y no entendiendo nada, ni mucho menos por qué te sentís así.


-Viejo, tenés razón. Es hora de mudarme-.
Es tiempo de avanzar, seguir en movimiento, buscar nuevas aventuras, nuevos mambitos para el corazón, nuevos amigos, vecinos, zapateros, veterinarios, almaceneros, chinos buena onda, ferreteros, bocas de subte, taxis, silencios, ruido a platos, gente en los pasillos, reuniones ajenas, porteros, terrazas prestadas, historias de otros.


Me da nostalgia dejar el barrio. Mi barrio judío, de los souvenires, de las casas de cotillón. De los boliches para gente que no sabe lo que quiere y negocios que anuncian en las vidrieras que “han llegado los acordeones”. Pero Firu y yo lo sabemos: nos tenemos que ir. Y dejar acá lo que fue, sin dudas, una de las etapas más cortas y hermosas de mi vida. Mis noches estudiando, mis viernes con las chicas, mis domingos de amor. Mis buenas noticias. Mi esperanza de volver a creer, y emocionarme.


Ya estamos en camino.


Desfilan ofertas y yo sigo callada, esperando. Cuando aparezca, lo voy a saber. Y no creo que tarde más de una noche en entender que mi casa, otra vez, está en otro lugar.


Au revoir!

viernes, 13 de julio de 2012

Y pensar que no sabía qué hacer.


Íbamos en el auto. Mil paradas: devoto, villa del parque, belgrano, el surtidor de petrobras. Subimos a acceso norte y fue como respirar aire por primera vez. Una musiquita tímida desde los parlantes portátiles llenaba el viaje. Frío, vidrios empañados, sol de frente, velocidad y paz. Miré al costado y me sentí más acompañada y protegida que nunca. Y pensar que no sabía qué hacer.

¿Dónde estabas?, me preguntó. Pensé que estaba en donde siempre había querido. Con el tiempo me di cuenta que ese lugar cambiaba más de lo normal. Cambiaba porque no me convencía. Pensé que el ruido era parte del todo, y lo acepté. Al final sentí que no era yo. Miento si digo que era la primera vez que me pasaba. Miento si digo que la mayor parte de las veces no me esforcé demasiado por llegar a ese lugar que pensé y en el camino me olvidé qué era lo que quería hacer, o por qué lo quería. O quizás habrá pesado más mi incapacidad de aceptar que lo que había imaginado ya no se sentía tan feliz. Y la tristeza de empezar de nuevo.
Miraba por el parabrisas y el bordo del capot me llevó a otro lugar. Me acordé de una primavera dando vueltas alrededor de la plaza, sentada en el otro costado del auto, mirando por la ventana. Ese día sentí que era la persona más feliz del mundo. Fue efímero, pero intenso. Quise volver a esa sensación. Quise pensar qué había hecho para sentirme así y no pude acordarme. Pensé en quién manejaba, pensé en mi vida de esos años, y no encontraba nada de eso que quería tener. Y sin embargo, era genuino, quería volver.
¿Qué hace que te sientas tan feliz?
La historia es que un día me levanté y mi cara me miró en el espejo. -¿Cuánto tiempo más vas a seguir con esto?-. Más vale una acción desorganizada a una inacción organizada, me habían dicho. Desordenadamente actué. Lastimé, pedí perdón, lloré, y me fui. O me quedé, pero siendo distinta, y con la esperanza de que otra vez la sensación no entrara en el sentimiento de siempre y se sintiera en el cuerpo como esa vez.
Llegamos a tigre. Miré el cielo y respiré. Siempre dije que quien se cuestiona tiene más posibilidades de sentirse feliz. No de serlo, pero sí de sentirlo como algo intenso, que da vértigo. ¿Qué se elige? ¿Seguridad, equilibrio y una conocida y tranquila zona de confort, acariciando la felicidad de siempre? A veces me pasa. Y así y todo, hoy siento que esa felicidad no me alcanza y por eso elijo salir, respirar, tener algo de miedo, y pensar que no es más que vértigo a lo que está por venir.
Vida linda. ¿Quién te enseña a vivir?