viernes, 2 de noviembre de 2012

jueves, 13 de septiembre de 2012

Mortales, ingenuos, felices


Ay, pero qué linda canción.

Según wikipedia, un accidente es un suceso provocado por una acción violenta y repentina ocasionada por un agente externo involuntario, que puede o no dar lugar a una lesión corporal. Los diferentes tipos de accidentes se hallan condicionados por múltiples fenómenos de carácter imprevisible e incontrolable. Imprevisible e incontrolable, así dice, así fue.

Sonó el teléfono varias veces antes de que tuviera voluntad de atenderlo. Era jueves y los jueves en general duermo poco y el día se me hace largo, eterno, casi infinito, como si tuviera que suplicarle al tiempo que avance rápido, que me quiero ir, que ya no quiero estar ahí. Después se me pasa. Y al otro día el celular larga la misma musiquita de siempre y lo vuelvo a hacer. Pero ya distinto porque es viernes y mañana te quedas a disfrutar de las sábanas tibias y de los ruidos del pasillo del edificio. Esos ruidos que nunca escuchás porque no estás, no conocés los ruidos del pasillo de día, no los conocés porque vivís ahí de tarde a noche y a la mañana te vas. 

Era jueves a las tres de la tarde y era mamá. La voz se le quebraba como cuando dice algo cursi que me incomoda, pero esta vez era algo más. No era cursi, tenía miedo. Aldi vení al Fernández, es papá, está bien pero tuvo un accidente. Está bien pero tiene un respirador y yo no sé qué hacer. ¿A quién llamaste? A nadie, está Luis conmigo, ¿quién es Luis?, bueno no importa, ahora voy, ya voy mamá, ya voy.

El asiento con rueditas se movió rápido para atrás y los dedos de Vicky quedaron aplastados entre el brazo izquierdo y el escritorio. Perdoname Vicky, es mi papá. Me voy, avisale a Lu. No sé, un accidente me dijo. Yo te llamo, gracias. Perdón por la silla, perdón.

¿Un taxi hasta el Fernández cuánto tarda? No sé, debe ser mucho. Me tomo el subte que es mejor. Catedral, 9 de julio, Tribunales, y perdí la cuenta. La gente tenía un día como siempre, y mi papá había tenido un accidente. Iba agarrada del pasamanos colgante que me tiraba del brazo, y el viento que entraba por la ventanilla me hizo acordar a esa vez que mi papá llegó de Expreso San Isidro y me llevó al zoológico en tren. Íbamos casi solos en el vagón del medio, y los dos sabíamos que era más importante el viaje que el destino, y lo vivíamos así. Miraba por la ventana como si estuviera enseñándome algo, no sé bien qué, pero se sentía orgulloso. Era mi primer viaje en tren y estábamos los dos solos disfrutando el viaje, enfrentados uno en cada asiento, como una metáfora de nuestra relación, sin hablar mucho, creo que nada. Nunca supe bien de qué conversar con mi papá. Pasó un tipo vendiendo garrapiñadas y mi viejo no necesito estirar el brazo porque éramos los únicos que estábamos y a los únicos a quien mirar. Comimos las garrapiñadas y nos bajamos en Palermo. Seguramente fuimos al zoológico, no me acuerdo. 

Sonaron las chicharras de que faltaba poco para cerrar las puertas en estación Alto Palermo. Perdoname, me bajo acá, perdón, si, me olvidé que me bajaba acá, perdóname, listo ya pasé, perdón, gracias. La máquina se fue y yo me quedé sola, en la estación. La gente salió y subió por la escalera mecánica. Cuando reaccioné subí por la otra, no quería llegar. Caminé despacio cruzando el parque Las Heras. Debe ser una exageración de mi vieja, seguro que es una exageración de mi vieja, esto va a terminar mal, en pelea por haberme asustado así. Ay mamá qué exagerada, cómo me vas a asustar así, salí corriendo de la oficina, le aplasté los dedos a Vicky. Si papá está bien, en observación un rato, se golpeó un poquito, ese moretón ya se le va a ir. Estaba trabajando mamá, para qué me llamaste. 

Entré por la parte de las ambulancias porque ahí me dijeron que estaba la guardia. ¿Quién sos? ¿Luis? ¿Viste a mi mamá? Ahí estaba, en el pasillo. Tenía los ojos como dos canicas, casi que sin expresión. ¿Qué pasa má? ¿Y papá? No llores má, seguro que está bien. Yo voy, no te preocupes. Vos sentate y quedate con Luis. ¿Quién es Luis? Ah sí, el marido de Chuchi. Bueno, vos quedate con él. No llores má. Papá va a estar bien.
Me dijo que caminara hasta el final del pasillo, que lo iba a encontrar ahí. ¿Lo viste a mi papá? Roberto se llama. Me dijo mi mamá que se golpeó las costillas, que tiene algo ahí. No, no me dijo bien dónde estaba, pero me dijo que lo buscara acá. ¿Ese es mi papá? Ah, gracias. 

Lo vi sin que me viera, y aproveché esos cuatro, cinco segundos de invisibilidad para poder poner la cara que quería. Cara de miedo, de no saber qué hacer, de escuchar gritos, dolor, que llamen a alguien, que no podés hacer nada, que ojalá me estuviera doliendo a mí. Perdoname pá, soy muy dura con vos, es que nos parecemos, pero yo te quiero pá, tenés que estar bien. No le podía decir nada, pero lo agarré fuerte de la mano y me sonrió. Intentó mostrarse fuerte pero no podía, le costaba respirar. Llamá a una enfermera hija, no aguanto más. Ya fui pá, me dijeron que te tenés que aguantar, ya pasa. Agarrame de la mano fuerte así sentís menos, a mi no me duele, apretame. Te quiero pá, perdoname. Pensé que mamá exageraba. Tendría que haber venido más rápido, en taxi, o cruzar el parque Las Heras corriendo. No quise creer.

Justo hace un tiempo pensaba que ya era hora de ocuparme más, qué yo no me preocupaba por ellos, que ya son grandes, que ya tendría que llamar para ver cómo están. Que no hablamos nunca porque no me quieren molestar, y yo que nunca atiendo el teléfono. Que en mi afán de independizarme, de ganarme mi espacio, de jugar a la autonomía en un departamento prestado, me alejé. Que quizás ya no sabemos de qué hablar, de que somos tan distintos, de la imagen que construí para ellos y me creyeron. De lo que nunca les conté, de lo que quiero hacer y no me animo. De lo que me gusta pero es raro, y no puedo compartirlo. Y de política mejor ni hablar. Y no te metas con Dios, porque no vas más los domingos. Papá y mamá me criaron a su manera, como todos los padres, y yo como una luz que rebota en el espejo, me esforcé por convertirme en todo lo contrario, al menos, en algunos puntos que en mi vida son prioridad.

Eran las seis y ya no gritaba, no decía nada. Creo que se había acostumbrado al dolor. Mamá seguía en la salita de espera, no quería entrar, o no podía. Quién sabe. ¿Te hago unos masajes en los pies? ¿Para qué? No sé, dicen que ahí están todas las terminaciones nerviosas del cuerpo, quizás te alivia. Sólo quería hacer algo, sentirme útil, que podía palear su dolor. Él se entregó a su hija aún sabiendo que eso le iba a doler. Quería sentirse cuidado, protegido, cerrando los ojos con la confianza de que había hecho las cosas bien, de que yo estaba ahí con él, protegiéndolo, intentando hacerlo sentir mejor. Diciéndole en silencio que lo quería, mientras apretaba fuerte su metatarso y rezaba por estar haciendo algo por él.

Ese jueves todos teníamos un plan. Papá tenía que llegar a lo de Vázquez antes de las cinco para revisar una declaración jurada que iba a presentar el lunes. Mamá a la noche tenía pinturita, y le iba a dejar preparada una tarta para que comiera antes de que ella llegara porque si no se pone fastidioso. Gise se quedaba con las nenas porque Patín ensayaba. Me había dicho si quería pasar a verlas pero yo quería dormir. No había dormido nada y en lo único que pensaba era en cuando apagara la luz de la mesita y sintiera el frío de la almohada en el cachete. Dos o tres minutos me hubiera costado dormir. 

Así fue el accidente, como si lo hubiera previsto wikipedia. Imprevisible, incontrolable, falto de explicaciones. Qué injusticia, me decía, mientras le mostraban las radiografías a contraluz. ¿Cómo es vivir sintiéndose finito? Si viviéramos pensando todo el tiempo en nuestra finitud, no podríamos. Todo lo que haríamos se convertiría en un infinito para qué. La angustia que se apodera del cuerpo, la falta de racionalidad. La religión, la política, el amor. La pulsión de vida y la pulsión de muerte. Los cementerios, y los cadáveres. Dónde están ellos. Qué va a pasar conmigo. Lo pensé y tuve que servirme más Coca. Levantarme hasta la cocina, traer la botella, y servirme más Coca. Hacer una pausa. Pensar en qué nunca me hago demasiado problema por esto, ni yo ni nadie, que mejor no pensar. Que vivamos siendo felices y creyéndonos infinitos hasta que la muerte diga lo contrario. Y que para qué vivir, y que para lo mismo que digo siempre. Que para amar, que para sentir, que para emocionarse de algo, hasta a veces que para sufrir, porque ese también es un dolor intenso que en algún lugar oscuro despierta placer. Que me gusta el drama, que ya lo sé. Que hay que seguir viviendo, que mañana le dan el alta. Que puedo dejar de pensar en eso otra vez. Que mañana es viernes, y el sábado duermo hasta tarde. Y los ruidos del edificio, qué lindos los ruidos, papá está bien.

martes, 14 de agosto de 2012

EPIFANÏA



Desde que me acuerdo me gustan las galletitas húmedas y la masa a medio hacer, un poco cruda. Una vez una señora me escuchó comentárselo a una amiga y antes de irse me dijo: -ojalá que te mejores, corazón -. Se le cayó como si se le hubiera desparramado de la boca, por entre los dientes.

Un deseo: habérselo podido explicar en aquel momento, con siete años más de juventud y mucha menos claridad. Y pensar que esa señora pasaba por el local para comprarse una remerita con retazos de tela barata y costuras mal terminadas, pero con una soberbia etiqueta negra y dorada que le colgaba de un hilo desde el costado de atrás del cuello. Qué buena charla pudiéramos haber tenido, señora, si hubiera podido explicarle en aquel momento que sostengo una forma muy interesante de buscar la belleza en la imperfección. 

Pero quién lo iba a entender con 20 años. Cuando querías ser Richard Stallman y Steve Jobs a la vez. Los Beatles y los Stones. Cuando todavía no podías entender tanto de vos.

En esa época, las galletitas húmedas eran en mi vida un problema.

Pasemos a un ejemplo que nos permita entender tal epifanía. Que te gusten las galletitas húmedas es como que te enamores de un loquito con poco criterio, no de elección, sino de vida.

Él corría carreras, oficialmente en las pistas, ilegalmente en la calle. Para funcionar, su cerebro pedía a gritos cachetazos de adrenalina, velocidad crucero a 180 con viento en contra, y al final, la posibilidad de la muerte. Amaba todo lo que pudiera ponerlo en peligro. Era el Anticristo de mi conciencia, y yo, mientras dejaba los paquetes abiertos de galletitas, me aferraba más a él.

Haberlo dejado a tiempo hubiera sido como comprar una lata con tapa a rosca anti-humedad. En cambio, conservarlo, era no tomarse la molestia y acostumbrarse al gusto añejo, pero diferente, de la belleza sin perfección. La belleza, en este caso, era su autoconfianza de supervivencia.

Prefiero los muebles viejos resucitados, los sifones no descartables, las lamparitas incandescentes, la radio a rosca, usar la toca, los pañuelos de tela. Todo lo que el futuro vino a corregir, para ponerles la tapa y que no se humedezcan más. Y de paso me acuerdo que me gusta la nostalgia, y me divierten las fotos viejas de lugares que ya no existen o de gente que no puede explicar más por qué. La sensibilidad del no tener arreglo, el drama, la fantasía de lo que no es.

Últimamente, me enamoré de una casa sin placares, sin cocina y sin calefacción. Pero qué pasa. La casa, y esas galletitas, me gustan tanto-tanto así como son, que tirarlas sería no darse el gusto de intentarlo. Tachar el aviso en los clasificados, renunciar a esas noches en la terraza, al living “dirty-dance” y a esa vista de rascacielos, sería como no comer ese helado porque engorda. Esa casa, no otra, esa casa me atrapó. Sin amenities, sin portero, sin demasiado a simple vista para dar, sin ningún tipo de expectativas de sobrevaluación más que algunos problemas de filtración, fue la única que me hizo creer que ahí me podía quedar. Y sin poder quejarme de que el frío se sentía peor por la humedad, saqué de mi mochila mi paquete de oreos abierto, y apoyada en la pared le dije: -así como estás, aquí me quedo-. Voy a dejar que esto me engorde. Y estoy segura de que, si esa casa hubiera sido persona, me habría abrazado en los pasillos del séptimo A.

jueves, 26 de julio de 2012

De cuando el monoambiente empezó a quedarnos chico


El 25 de enero fue la fecha de inauguración. Me acuerdo que sonaba una canción. 
Era mi cumpleaños, y mucho más que eso. Festejaba el inicio de una nueva era. Mis amigas decidieron decorar el departamento para sorprenderme y ocuparse de todo. Fue el paso previo a que todo dependiera de mí. Una muestra gratis de lo que había dejado. Un sample de compasión.


La movidita había empezado un mediodía en la planta baja de la oficina. Éramos pocos y habíamos devorado el almuerzo. Fueron firmes: -dejá de dar vueltas y preguntá-. Necesitaba que me dieran fuerzas [obligaran] a animarme. Subí a mi escritorio y llamé a mi vieja. No aguantaba volver a casa [-su casa-, casualmente]. Necesitaba irme de devoto. Éramos adultos conviviendo con adultos, cuando antes la ecuación había sido diferente. La respuesta del otro lado me sorprendió. A pesar de algunos peros y muchos por qué, podía mudarme. Uriburu era zona liberada, y yo, su nueva okupa.


Tarde tres meses en llegar. El inquilino anterior se había demorado, y mi ansiedad iba aumentando proporcionalmente a la acumulación de bolsas de easy y carrefour en mi habitación. Llegó el día, abrí la puerta, y ahí estaba. Sola, con mi independencia.


Hubo mucho movimiento al principio. Cada uno ponía de lo suyo. Me gustaba sentir eso, cómo los demás se ocupaban también de sentirlo -su- lugar, su lugar de estar conmigo, de liberarse, o simplemente de paso. Fue sumándose gente. Primero potus, después cactus, el novio y sus bartulitos, Fidel. Hubo que hacer arreglos para que el espacio fuera suficiente. Se agrandó la cama, se achicó el placard, la limpieza empezó a ser un problema, ventilador, aire acondicionado, ¿sillón? No entraba. Nunca fue sillón. Pero si cosas más chicas: pufs, butacas, sillas plegables, alfombras, lámparas de pie. Y un televisor… que mejor olvidar.


Pasó el tiempo. Los domingos en devoto empezaron a sentirse diferentes. Mi habitación cambiaba, ellos también. Primero fue la ropa de verano, después la de invierno, y algunas herramientas que nunca devolví. Uriburu dejó de llamarse así. Fue casi de repente cuando perdió su nombre y se transformó en mi casa. Un día Adriana me preguntó: -¿así que fuiste a tu casa, cuál?-. No entendí la pregunta. La semana siguiente me lo dijo: -por fin ya sabés dónde está tu casa-. Había pasado casi un año de la primer noche en Uriburu. Qué locura.


Con el tiempo se convirtió en mi refugio. Cada pared empezó a hablar de mi vida. A cada persona que entraba le entregaba mi corazón. Ésta es mi casa, ésta es mi vida. El baño no lo cierro para que entre Fidel. El espejo no es para mirarse, sino para darle amplitud al [único] ambiente de la casa. Adoro las pinturas de mi mamá. Cuelgo las toallas mojadas en el perchero porque no encuentro otro lugar mejor. Me acuesto en el costado derecho de la cama, donde está el hueco. No me gusta el aguayo pero si los colores saturados. No tengo fotos, solo las que me regalan. Mi lugar preferido es el escritorio. Nunca me compré una silla cómoda para escribir, ni pinté la pared manchada por el aire acondicionado. Mi baño es tan chico como el espacio que dedico a la cocina. Entre mis objetos preferidos, mi ventilador y mi lámpara de pie. Nunca compré un destapador. Podés hacer lo que quieras, lo que se rompe se rompe, y lo que se ensucia, lo lavamos.










Un día de este año eran las seis y tenía que volver. Pasó algo raro. No quería llegar. Y no era verano [ni oportuna la excusa de que el calor te da ganas de andar por ahí, hasta lo que dé]. Volví caminando con mis auriculares puestos y Charly de fondo. Ayacucho, Junin, Uriburu. Había llegado, y con las llaves girando, una sensación rara.


Me senté con Fidel en la cama y nos abrazamos. Nos sacamos algunas fotos para distraernos. La cama nos había quedado grande de nuevo, y preferíamos el espacio libre que nos dejaba el sommiercito angosto de una plaza y media destartalado de la primera vez. ¿Qué pasa Firu, que nos queremos ir?-.


 




A veces hace falta que pase el tiempo para darte cuenta de lo que en silencio te pasa por dentro. O de lo te pasa afuera y la sangre tarda en informar al cerebro despertándote para lo que está por venir. O lo que ya vino, arrasó, y se está yendo. Y vos te quedaste ahí, mirando alrededor y no entendiendo nada, ni mucho menos por qué te sentís así.


-Viejo, tenés razón. Es hora de mudarme-.
Es tiempo de avanzar, seguir en movimiento, buscar nuevas aventuras, nuevos mambitos para el corazón, nuevos amigos, vecinos, zapateros, veterinarios, almaceneros, chinos buena onda, ferreteros, bocas de subte, taxis, silencios, ruido a platos, gente en los pasillos, reuniones ajenas, porteros, terrazas prestadas, historias de otros.


Me da nostalgia dejar el barrio. Mi barrio judío, de los souvenires, de las casas de cotillón. De los boliches para gente que no sabe lo que quiere y negocios que anuncian en las vidrieras que “han llegado los acordeones”. Pero Firu y yo lo sabemos: nos tenemos que ir. Y dejar acá lo que fue, sin dudas, una de las etapas más cortas y hermosas de mi vida. Mis noches estudiando, mis viernes con las chicas, mis domingos de amor. Mis buenas noticias. Mi esperanza de volver a creer, y emocionarme.


Ya estamos en camino.


Desfilan ofertas y yo sigo callada, esperando. Cuando aparezca, lo voy a saber. Y no creo que tarde más de una noche en entender que mi casa, otra vez, está en otro lugar.


Au revoir!

viernes, 13 de julio de 2012

Y pensar que no sabía qué hacer.


Íbamos en el auto. Mil paradas: devoto, villa del parque, belgrano, el surtidor de petrobras. Subimos a acceso norte y fue como respirar aire por primera vez. Una musiquita tímida desde los parlantes portátiles llenaba el viaje. Frío, vidrios empañados, sol de frente, velocidad y paz. Miré al costado y me sentí más acompañada y protegida que nunca. Y pensar que no sabía qué hacer.

¿Dónde estabas?, me preguntó. Pensé que estaba en donde siempre había querido. Con el tiempo me di cuenta que ese lugar cambiaba más de lo normal. Cambiaba porque no me convencía. Pensé que el ruido era parte del todo, y lo acepté. Al final sentí que no era yo. Miento si digo que era la primera vez que me pasaba. Miento si digo que la mayor parte de las veces no me esforcé demasiado por llegar a ese lugar que pensé y en el camino me olvidé qué era lo que quería hacer, o por qué lo quería. O quizás habrá pesado más mi incapacidad de aceptar que lo que había imaginado ya no se sentía tan feliz. Y la tristeza de empezar de nuevo.
Miraba por el parabrisas y el bordo del capot me llevó a otro lugar. Me acordé de una primavera dando vueltas alrededor de la plaza, sentada en el otro costado del auto, mirando por la ventana. Ese día sentí que era la persona más feliz del mundo. Fue efímero, pero intenso. Quise volver a esa sensación. Quise pensar qué había hecho para sentirme así y no pude acordarme. Pensé en quién manejaba, pensé en mi vida de esos años, y no encontraba nada de eso que quería tener. Y sin embargo, era genuino, quería volver.
¿Qué hace que te sientas tan feliz?
La historia es que un día me levanté y mi cara me miró en el espejo. -¿Cuánto tiempo más vas a seguir con esto?-. Más vale una acción desorganizada a una inacción organizada, me habían dicho. Desordenadamente actué. Lastimé, pedí perdón, lloré, y me fui. O me quedé, pero siendo distinta, y con la esperanza de que otra vez la sensación no entrara en el sentimiento de siempre y se sintiera en el cuerpo como esa vez.
Llegamos a tigre. Miré el cielo y respiré. Siempre dije que quien se cuestiona tiene más posibilidades de sentirse feliz. No de serlo, pero sí de sentirlo como algo intenso, que da vértigo. ¿Qué se elige? ¿Seguridad, equilibrio y una conocida y tranquila zona de confort, acariciando la felicidad de siempre? A veces me pasa. Y así y todo, hoy siento que esa felicidad no me alcanza y por eso elijo salir, respirar, tener algo de miedo, y pensar que no es más que vértigo a lo que está por venir.
Vida linda. ¿Quién te enseña a vivir?

viernes, 15 de abril de 2011

Abierto de domingo a domingo.


Va un clishé: -falta poco para el fin de semana, alegrate-.
Y me dentengo hoy a pensarlo: ¿es cierto que debería alegrarme estadísticamente los miércoles pasadas las 5-6 de la tarde porque me "estoy acercando" al sábado y al domingo? Y no se si es lógicamente cierto, pero sensiblemente lo es, así lo hago, lo hacemos la mayoría de nosotros: el viernes tengo cierta actitud "positiva" (!) porque -ya llegó-.

Pateo el tablero señores. Porque la lógica y mis sentidos debieran ir por el mismo camino, el de mis sentidos, que es el que más me gusta. Pero el de mis sentidos verdaderos más sensibles, y no los del sentido común, que es social e instituido, aburrido, prefabricado, tirano, represor de mi imaginación... de la capacidad de sentir de mi cuerpo propio. Mío.

Por eso digo: -han de gustadme todos los días de la semana-. Porque en todos ellos respiro, vivo y siento. Porque el martes pasado aprendí a cocinar sopa de verduras, porque el miércoles cuando iba a trabajar el aire era intenso y me abrazaba con liviano y rico olor a humedad mientras iba al subte (y me sentí en un videoclip de los 80s), porque el jueves me desperté a las 4 de la mañana con las patitas de mi gato acariciándome la frente, porque el viernes nos reímos con Vicky toda la tarde, porque el sábado me desperté tarde y pegué esa rejilla que tanto me molestaba (chau cucarachas), porque el domingo mi hermana me hizo sentir especial y mi papá lloró de risa (inédito), porque el lunes, yendo a la facu, me puse los auriculares y dormi un ratito mientras el vagón me amacaba. Porque cuando volvía las luces sobre callao me alucinaron. Porque vi a los viejos en La Continental y morí de amor.
Porque no quiero vivir esperando el sábado y el domingo, señor locutor de radio. Quiero vivir hoy, miércoles o jueves, y si es LUNES Mejor! Porque todos los días tienen algo de "sabado" ó "domingo", si eso quiere decir fantasía o libertad. Hay tiempo distinto. Distinto y especial. Distinto bien, distinto mal. Distinto al fin.

Mío.

jueves, 14 de abril de 2011

Esto algún día iba a pasar.

Dicen que lo esencial es invisible a los ojos.
Y a veces nuestra esencia es invisible a nuestros propios ojos. Podemos volvernos ciegos de nosotros mismos... y qué nos queda?
Nada. Un cuerpo que se mueve en el espacio buscando quién era alguna vez. O quién quisiera ser.

Mis lentes de contacto terminaron en la basura. La cebolla me hace llorar y el sol del mediodía me hace pestañear mucho. Hace 10 años no sentía eso.
-¿Qué querrás empezar a ver mejor?, me preguntaron.

Me quedé pensando. Me acordé de mi blog y de lo feliz que soy cuando escribo.
-Quiero volver a verme-, pensé.

Y acá estoy.
Creo que me vendría bien una cómoda silla para mi escritorio...

Aldana L.